viernes, 28 de octubre de 2011

Leonora Carrington: La Salvación a través del Arte








Rebelde desde que abrió los ojos al mundo, la artista y escritora inglesa radicada en México, no sólo dejó un legado que se traduce en esculturas, libros y cuadros -muchos de ellos colgados en importantes museos-, sino que también hereda un testimonio de la lucha emprendida contra sus terremotos mentales, los cuales no lograron opacar su espíritu creador que, a fin de cuentas, fue el arma con la cual exorcizó sus demonios.

por Beatriz Berger



Ya a los nueve años Leonora Carrington (1917) era expulsada del «Holy Sepulcre», donde estudiaba. En el colegio explicaron a sus padres que no parecía dispuesta a participar ni en los juegos ni en el trabajo y que, por favor, la sacasen de allí. “Había decidido que tenía vocación de santa. Probablemente exageré la nota”, recordaba con su humor característico esta creadora en la revista «El Paseante», en 1993. Luego, al cabo de un año, sería también despedida del convento de St.Mary, en Ascot, el cual había despertado todo su odio. Pero tampoco se adaptaría la joven Leonora –cuando tenía trece o catorce años- en el estricto finishing school primero en París y luego en Florencia, donde la había matriculado su madre con la esperanza que mejorara su conducta.


No había cómo domesticar el espíritu inquieto de esta pequeña que, además, llamaba la atención porque podía escribir indiferentemente con las dos manos y en espejo: “Sí, soy ambidiestra, como los locos; a mí me trataron como disfuncional”, reconoció en una entrevista publicada en «Letras Libres».

Sin embargo, pese a que tuvo una niñez conflictiva, paso a paso fue desarrollando el interés artístico, dibujando especialmente caballos por los que sentía gran pasión e identificándose con ellos. Famoso es su autorretrato donde aparece junto a un caballo de juguete y vestida de equitadora.


Alrededor de los diecisiete años, la hermosa joven fue presentada en la corte de Jorge V en el Ritz, como era costumbre en las familias acomodadas inglesas. “Yo estaba, al parecer, en el mercado del matrimonio. Sufrí la temporada londinense”. Contaba esta mujer que criticaba por “absurdos” los eventos sociales de la época y que en su cuento, Mis pantalones de franela, califica como “manifestaciones artísticas (…) organizadas con el objeto de que unos hagan perder el tiempo a otros”. No obstante, estos mismos eventos fueron inspiradores de muchas de sus pinturas y relatos. La Debutante, por ejemplo, es una historia terrorífica -inspirada en su primer baile de estreno en sociedad- donde una hiena joven asiste a un baile de estreno, utilizando la cara que le arrancó a una criada y expeliendo un olor nauseabundo.


Finalmente, Leonora Carrington decidió hacer lo que le gustaba: dedicarse al arte. “No quiero ser una debutante –pensó-, quiero pintar”. Noticia que fue muy mal recibida por su familia, que consideraba que dicha actividad era para homosexuales y criminales. Pese a los consejos paternos venció su obstinación, matriculándose en la “Chelsea School of Arts”, donde disfrutó a fondo la experiencia pictórica. Luego, el hombre que su padre había contratado para que la espiara en Londres –y que la visitaba una vez por semana- le sugirió estudiar con Amedée Ozenfant, quien, según criticaba la joven, la tuvo seis meses pintando la misma manzana. Sin embargo, fue en ese entonces, cuando tenía veinte años, que una compañera la invitó a una cena con el pintor, escultor, artista gráfico y poeta alemán, Max Ernst, a estas alturas de 47 años, quien -influido por Freud- dejaba salir libremente las imágenes del inconsciente en su obra. Su cuadro «Dos niños amenazados por un ruiseñor», había causado la mayor admiración de Leonora, descubriendo que, tal vez, por esos caminos surrealistas estaría su propio destino.


Pero los caminos de ambos creadores se cruzarían no sólo en el ámbito artístico, sino también afectivo, protagonizando una turbulenta historia de amor. Así, en 1937 Leonora se escapaba a París para juntarse con él y el grupo surrealista que se reunía en St. Germain de Prés, cuyo lema era la frase de André Bretón: “La vida y la muerte, lo real y lo imaginario, el pasado y el futuro, lo comunicable y lo incomunicable, lo alto y lo bajo, dejan de ser vistos como contradicciones”. En todo caso, la artista declaró al diario «El País», el 18 de abril de 1993: “Pensé que tenía mucha afinidad con esa gente. Era un grupo compuesto esencialmente por hombres que trataban a las mujeres como musas. Eso era bastante humillante. Por eso no quiero que nadie me llame musa (…) Yo caí en el surrealismo porque sí. Nunca pregunté si tenía derecho a entrar o no”. En 1938 escribe unos cuentos que titula La casa del miedo y participa junto con Max Ernst en la Exposición Internacional de Surrealismo en París y Amsterdam.


Después de vivir un tiempo en París y luego en Saint Martin D’ardèche, en el sur de Francia, la pareja vio interrumpida su relación amorosa por la invasión nazi en 1939, cuando Ernst fue tomado prisionero y encerrado en un campo de concentración francés.


Terremoto mental


Empecinada en cooperar en la liberación de Max Ernst, Leonora se negó a regresar a Inglaterra como le sugería su familia. Sus padres la mandaron a buscar, pero cuando la localizaron en España, que acababa de salir de la guerra, la embajada británica “se había encargado de internarme en un manicomio”, contaría después.


Su experiencia en el sanatorio del doctor Morales en Santander, a donde ingresó el 23 de agosto de 1940, la dejó estampada en Memorias de Abajo, obra publicada originalmente en 1943, años después de sufrir esta traumática reclusión, y que hoy podemos leer en el libro editado por Siruela en mayo de 2001. Allí confiesa que debe revivir dicha situación porque “creo que me ayudará (…) a conservarme lúcida y me permitirá ponerme y quitarme a voluntad la máscara que va a ser mi escudo contra la hostilidad del conformismo”. Y continúa: “La sentencia que la sociedad pronunció sobre mí en esa época particular fue probablemente, e incluso con seguridad, una bendición del cielo; porque yo no tenía idea de la importancia de la salud, o sea de la absoluta necesidad de contar con un cuerpo sano, para evitar el desastre en la liberación de la mente”.


En una de las partes más dramáticas del libro la autora recuerda: “Tan pronto como llegué, apareció don Luis por mi habitación. Le dije a gritos: “¡No admito su fuerza, el poder de ninguno de ustedes sobre mí. Quiero ser libre para obrar y pensar; odio y rechazo sus fuerzas hipnóticas!” Me cogió del brazo y me llevó a un pabellón que no se utilizaba.
-Aquí soy yo el amo.
-Yo no soy ninguna propiedad de su casa. También tengo mis pensamientos personales y mi valor particular. No le pertenezco a usted.
Y de repente me eché a llorar. Me cogió del brazo (…) y comprendí con horror que iba a administrarme una tercera dosis de Cardiazol”.

Posteriormente, el propio Luis Morales, psiquiatra que la atendió en su etapa crítica, escribió un artículo en el diario «El País» en 1993, titulado “La enfermedad de Leonora”, que en una de sus partes dice:
“Ante el progreso de la psiquiatría, me atreviera a pensar si era una enferma. Por la ansiedad con que defendía su surrealismo podría haber sido calificada de asocial y candidata a una clínica psiquiátrica de Santander. Médicos de prestigio, abogados, hombres de negocios y diplomáticos, por su anormal conducta, nos la confiaron para que Leonora recuperase un buen y bien vivir. (…) La enferma se curó con sólo tres sesiones de meduna (choque convulsivo químico con cardiazol). El electrochoque aún comenzaba”. Y el facultativo agregó: “El surrealismo, que ya pasó, negaba todo lo racional y lógico, era, para algunos psicoanalistas, mágico, primitivo y analógico. (…) El surrealismo deseaba, desde la negación de todo, que la humanidad reviviera una civilización y cultura noble y trascendente (…)”.


¡Liberación!

Esta dura experiencia marcaría toda la vida de Leonora Carrington, quien llegaría a calificarla, posteriormente, como un “terremoto mental” y una situación “muy parecida a haber estado muerta”.

Sin embargo, fue su primo médico, Guillermo Gil, quien le abrió una puerta: consiguió que la dejaran salir del sanatorio en Santander y la mandaran a Madrid con frau Asegurado, su cuidadora. De allí sería enviada a Portugal para luego radicarse en Sudáfrica. “Yo me dije –recuerda la artista en Memorias de Abajo- no voy a ir a Sudáfrica ni a ningún otro sanatorio”. Fue así como mientras permanecía en Estoril informó a sus cuidadores que tendría que viajar a Lisboa a comprar guantes.

Estando en un café, salió corriendo y tomó un taxi al que indicó enfática: “A la Embajada de México”. En ese entonces, tenía tanto miedo a los alemanes como a su propia familia, motivo por el cual decidió casarse con el escritor y periodista mexicano Renato Leduc. “Era capaz de cualquier cosa para que no me enviaran a Sudáfrica para no doblegarme a los designios de mi familia”, confidenció a Marina Warner.

Con Leduc, cuyo matrimonio no duró más de dos años, partiría a Nueva York y más adelante a México, en 1942, donde echa raíces y da rienda suelta a su exuberante espíritu creativo. Se contacta allí con Octavio Paz, Diego Rivera, Frida Kahlo y Remedios Varo, entre muchas otras personalidades de la época.

Hacia 1944 sus cuadros habían sido expuestos en importantes galerías de Nueva York, París, México y Alemania. En ese entonces, sus composiciones surrealistas comenzaban a llamar la atención de los críticos internacionales. En tanto, se enamora del fotógrafo húngaro “Chiki” Weisz con quien tuvo dos hijos. Mientras crece su familia publica Penélope, obra de teatro que fue estrenada por Alejandro Jodorowsky en 1957 y más adelante da a conocer algunos de sus escritos reunidos en El séptimo caballo y otros cuentos (Siglo Veintiuno Editores, Madrid, 1992).

El fuerte temperamento de Leonora Carrington, unido a una excesiva sensibilidad, la llevaron a protagonizar grandes aventuras y desventuras a lo largo de su inquieta vida, en la cual siempre buscó la libertad, tanto en lo personal como en el arte. No obstante, su inteligencia y sus evidentes dotes naturales la llevaron por los caminos de la creación, caminos que a fin de cuentas fueron el bálsamo, la terapia, para superar sus crisis a través de una pasión que la absorbió completamente.

-Siempre he tratado de ser lúcida –dijo a «XL Semanal», en enero de 2006-. Nunca acepté las normas ni las leyes dadas. Me horrorizan; siento un fuerte rechazo por la autoridad, que exista el código que establece lo que es normal y no. Pero las cosas son más complicadas de lo que parecen y las creencias dependen de cada país. Hay un subterráneo infinito. Para muchas civilizaciones, ese subterráneo es parte de la cultura. Sin embargo, nuestra civilización occidental, gobernada por lo llamado “racional”, es más rígida. La realidad es mucho más compleja de lo que imaginamos y por ello no se puede actuar sólo en un marco racional.

Entre el sueño y la vigilia

De allí, entonces, que insólitas situaciones y personajes pueblen los escritos, pinturas y obras escultóricas de esta “desposada del viento”, como la llamaba Max Ernst. No es raro presenciar a través de sus relatos las vacaciones de un esqueleto, feliz de haberse liberado de la carne, porque ya no siente ni frío ni calor y menos le pican los mosquitos. Y tampoco resulta extraño observar manos que vuelan o un ¡enorme bigote! descansando en un plato de porcelana.

Humor, horror y sorpresa abundan en su universo onírico poblado de personajes míticos e imaginarios que dejan al descubierto su real amor por los animales, el cual comenzó en su infancia en Lancashire con su pasión por los caballos. De allí que a los animales les adjudique características humanas. Es el caso del relato donde la joven Virginia Fur se enamora de Igname, un jabalí y llega a dar a luz siete jabatos. La historia de horror que le sigue, es preferible omitirla. Y es que Leonora Carrington no hace separación entre humanos y animales que, a su juicio, también poseen conciencia e inteligencia. Al respecto, señaló a «XL Semanal»:

-Tenemos un alma humana, pero también de animal. No creo que los seres humanos sean una raza muy divertida. Se está creando un mundo horrible, lleno de guerras absurdas, odios feroces e injusticias. Todo ello habla de la calidad de los animales humanos. Estoy convencida de que la raza humana no es superior a la de otros animales. Creo que el mundo animal es universal, pero su potencial no ha sido explorado.

¿De dónde surge este rico imaginario –pictórico y literario-que se asocia a los aspectos más excéntricos del surrealismo, con lo esotérico y lo oculto?

Desde la infancia Leonora Carrington tuvo visiones fantasmagóricas. Visiones probablemente estimuladas por las historias de seres maravillosos -inspirados en la mitología celta e irlandesa- escuchadas a su madre y a su nanny, junto a la lectura de Lewis Carroll y a la constante observación de los cuadros de El Bosco y Brueghel. A esto se suma el conocimiento del budismo tibetano, su interés por Jung y los textos esotéricos y de alquimia. También le influyó la lectura de La diosa blanca, de Robert Graves, sin desconocer los aportes que le entregó la cultura mexicana.

Pintar, un oficio artesanal

En todo caso, el principio de vida, como artista, era para esta creadora, no explicar nada acerca de su arte. Aseguraba que no sabía de dónde venían las imágenes y que muchas veces los personajes subían solos a los cuadros. Y aclara que ella no decidió ser pintora, como bien contó a «XL semanal»:
- La pintura lo decidió por mí. Me escogió y me inventó y yo simplemente lo he hecho lo mejor que he podido. Estudié mucho en Londres, en París, en Italia. Necesitaba la técnica, no ideas, porque cada uno tiene las suyas. Continúo estudiando. Me considero una eterna estudiante.
-Este arte –agregó- es como un centro donde todos los lugares invisibles de la mente se vuelven visibles. Sólo pinto cuando siento energía, pero continúo viviendo cada día por y para mi trabajo. Pintar es para mí un oficio artesanal, como el de los carpinteros que usan las manos y el cuerpo para crear una visión (…) y ese procedimiento está desapareciendo. Los surrealistas eran muy buenos en ese sentido. Picasso, que venía a visitarnos a Max y a mí, era ante todo un gran artesano. (…) Perder la habilidad artesanal es perder la sabiduría, porque al final sólo un buen artesano puede producir con el alma y el corazón.

Vale la pena destacar por otra parte, la retroalimentación que existe entre sus pictóricas escenas literarias y las narraciones contenidas en sus telas. El mundo de las imágenes y el de las palabras, se unen en una amigable convivencia a través de todo su quehacer. De esta manera, las luces y sombras, perspectivas, proporciones y el color, destacan en las descripciones de sus textos. Escribe en Vuela paloma: “El caballo era grande, de huesos fuertes y redondos; y era una extraña mezcla de sombras rosadas y púrpuras, del color de las ciruelas maduras; de ese color que llaman ruano. De todos los animales, el caballo es el único que tiene ese color rosado”.


Alquimista y transmutadora de la luz


Por su parte, Braulio Arenas en sus Actas Surrealistas (Editorial Nascimento, Santiago, 1974) comenta:
-Leonora Carrington es el rayo de luz que se corta en el diamante llamado poesía, y va a esparcir sus mágicos colores por la habitación antes negra del mundo, rayo de luz que baña real al barco fantasma, rayo de luz que entra por el ventanuco de la celda (y esto casi ha dejado de ser simbólico lenguaje, suponiendo al hombre prisionero de la razón), rayo de luz transfigurado en llave de libertad, o llave de libertad transformada en luz de amor.
Y más adelante dice Arenas:
-En acuerdo feliz tiempo y espacio se escurren de los dedos de Leonora Carrington para traspasarse al cuadro, donde los vemos apoderarse de las formas habituales de la realidad, despojándolas de sus innecesarias vestiduras: los personajes, los animales y los paisajes temáticos de Leonora Carrington, parecen mirarnos desde otro mundo, desde otro tiempo y otro espacio, que son los nuestros, pero tratados alquímicamente por esta gran transmutadora de la luz.


Uno de los grandes enigmas de esta mujer excéntrica, de temperamento indomable y que le tenía pavor a los aviones, era saber qué ocurriría después de la muerte. Así, en una entrevista al diario «El Mercurio» en 1997 dijo con el fino humor que la caracterizaba y su marcado acento inglés:
“Yo pienso que a todo el mundo le preocupa la muerte, porque no sabemos realmente ni qué es, ni cómo es. ¿Sabe? Como no recuerdo haber muerto antes, dejo abierta esta cuestión”. Una cuestión que, sin duda, aclaró el día 25 de mayo de 2011 cuando a los 94 años Leonora Carrington cruzaba la frontera de este mundo hacia el otro lado de la vida.

1 comentario:

  1. Muy buen escrito, una visión comprensiva y penetrante de la biografía de Carrigton. Gracias.

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