miércoles, 7 de agosto de 2013

De «Altazor»  a los «Últimos Poemas»:


La Conversión Poética de Huidobro

Su visión cercana de la muerte en la Revolución Española y en la Segunda Guerra Mundial, transfiguraron a Vicente Huidobro como ser humano y poeta. A más de sesenta años de su partida, tanto su obra como su pensamiento siguen impactando  al mundo literario.  


  

Beatriz Berger

Lejos queda la vitalidad creacionista, agresiva,  en la poesía de Vicente Huidobro; la poesía lúdica, transgresora, experimental, de piruetas lingüísticas, de retos a la lógica y hasta humorística. Lejos está ya la  poesía cerebral aunque irracional al mismo tiempo, de las ansias profundas de escapismo desesperado de lo cotidiano y pedestre; de la  ansiedad por saberlo y abarcarlo todo, de creer que es un pequeño Dios…

Sin negar la validez sobrecogedora de Altazor –que escribió en sus años jóvenes y se considera la obra maestra de Huidobro- en sus Últimos Poemas (LOM, Santiago, 1994. Prólogo de Oscar Hahn) tanto él como sus  versos, se encuentran transfigurados por la vida.

Impactado por la Muerte 

Dos hechos marcan esta conversión poética del autor creacionista: el inicio de la Guerra Civil española en 1936 –cuando tenía 43 años- y el desarrollo de la Segunda Guerra Mundial en 1939. Conflictos bélicos que lo llevan a enfrentarse con las diferentes dimensiones de la muerte. A ello se une el fallecimiento de su madre, que lo impactó profundamente y el hecho de plantearse su propio fin, tras ser herido dos veces, cuando se desempeñaba como corresponsal de guerra, entre los años 1944 y 1945.

En el libro de Cecilia García Huidobro, Vicente Huidobro (Editorial Sudamericana, Santiago, 2000) aparece una entrevista, sin firma, publicada en la «Revista Vea», de octubre de 1945, donde el periodista describe a Huidobro como un ser frágil, que camina apoyado en un bastón, empapado de “una filosofía un tanto negativa”.

“La amargura de la guerra –continúa- lo ha hecho más viejo. Sus palabras le brotan doloridas. Estuvo enrolado en las filas de los ejércitos norteamericanos. Se escudó bajo la bandera del gran general francés Delatre de Tasigni. Alcanzó las palas de capitán (…)”


Botín de Guerra


Luego, el articulista comenta la llegada al hogar de Huidobro, en ese preciso instante, de los baúles con sus pertenencias, entre las cuales  figuran un sin fin de trofeos de guerra, como el casco de un soldado alemán, el teléfono que Hitler usaba en su escritorio, la taza de porcelana donde el Führer acostumbraba a tomar el té, un látigo usado por los nazis en los campos de concentración de Belsen¸ la mochila de un soldado alemán, máscaras contra gases, un yagatán dentado de un soldado nazi; un mantel del Obispo de Colonia… Objetos que son y serán un recordatorio constante de su participación en el conflicto bélico. 

“Vengo Deshecho”

Habla Huidobro:

-Yo conocía la guerra. Había estado en la Revolución Española. Luché junto a los militares del Quinto Regimiento. Pero ahora ya sé lo que es pelear bajo el fuego de las metralletas, los obuses y las bombas aéreas. Me hirieron en el frente del Elba; en Austria estuve presente cuando capturaron al Kromprinz. Servía como corresponsal de guerra de tres periódicos uruguayos (…) En los diarios de Francia se publicó una entrevista que le hice al general Eisenhower. Viví ocho meses en plena guerra. Tuve junto a mí a otro escritor también corresponsal de guerra: André Malraux, a quien conozco desde que se inició en la literatura. Fui de los primeros en llegar a Berchtesgaden, el refugio de Hitler”.


Y agrega:

-Sí…sí, mis amigos. Vengo deshecho. Vi tanta miseria, tanto dolor y tanto sufrimiento, que he regresado a mi patria con la misma desesperación con que un náufrago agarra un trozo de madera. Ahora no tengo otro deseo que irme al campo, tenderme en la tierra, palparla, empaparme de ella, vivir en belleza. Ahora que estoy bajo este cielo venturoso de mi Chile, pienso que tengo muy buena estrella. Tanta, que muchas veces he tenido la impresión de que podría tocarla con mis manos. Estuve dos veces herido… Pude morir… Ahora no sé si vale la pena vivir. Porque en la guerra se llega hasta a tener temor de hacerse de amigos, porque no sabemos si mañana les hallaremos con vida.

Huidobro, junto a su mujer Raquel Señoret y su hijo Vladimir, se radican, en 1946,  en una hacienda, heredada de su familia, en las afueras de Cartagena. Allí disfruta de la tranquilidad de una casa con vista al mar, del trabajo del campo y del cuidado de su parque.

El Poeta, Dueño del Universo 

“Yo espero que los hombres hayan aprendido algo en el dolor y la sangre.-Señala en una entrevista a la revista Zig-Zag, en enero de 1946 firmada con las iniciales A.G-.  Espero que hayan recibido una lección de cordura, y que tratarán de crear un mundo que permita una vida mejor a la humanidad tan demasiado ilusa, tan llena de falsas quimeras, de esperanzas vacías”.

-La poesía –añade- tiene un campo abierto ante ella más  grande y más alto que nunca. El poeta es dueño del Universo y su papel es hacer sentir a los hombres la vida real y misteriosa  de ese Universo. El poeta debe llenar el mundo de poesía, hacer la vida poética; introducir la belleza adentro de la vida (…) El poeta no trabaja con quimeras, sino que con realidades; cuando él toca relaciones abstractas, él crea con ellas un todo concreto, un hecho que es una nueva realidad: el poema (…) Si los hombres dejan de ser animales metafísicos y se convierten en animales poéticos, aparecerá en el mundo el reino de la bondad”.

“Siento un Renuevo Total”


Y en su última entrevista cuando en septiembre de 1946, Jorge Onfray de revista Zig-Zag, le pregunta, “¿hasta qué punto ha cambiado su poética luego de la experiencia de la guerra?”
-Yo mismo no lo sé -responde-. Lo único que sé es que me siento más lleno de poesía, de ideas que afirmar, de cosas que decir. Siento un vigor y una plenitud como nunca: un renuevo total. (…)
-Muchísimo tiene que transformarnos la guerra. La sangre, los alaridos de dolor, los gritos de rabia, el ruido infernal de los cañones, todo ese drama sinistro ¿se soporta acaso fácilmente? (…)
-No sólo mi poética, sino toda mi persona y mi manera de mirar la existencia y de sentirla tienen que haberse transmutado.

Sobre  sus últimas creaciones Huidobro advierte que “muestran el precio que yo he pagado –y que fue casi mi vida- por un renacimiento espiritual completo, por la plenitud, por la renovación absoluta de mi ser”.

Preocupación por el Destino de la Humanidad 


A propósito de Últimos Poemas, Oscar Hahn, en su prólogo,  analiza el cambio experimentado por Huidobro en esta obra: “El pequeño Dios o el Anticristo nitzcheano –escribe-han cedido el paso a un sujeto menos seguro de sí mismo. La nueva voz es la de un yo biográfico, ligado a hechos concretos de la vida del autor: el impacto de la guerra, la renuncia a los valores que sustentó en el pasado, el dolor por la Francia ocupada por los nazis, el amor a su hija, y la muerte de su madre, temas que rara vez están mediatizados por una carga excesiva de imágenes creacionistas. Mientras en etapas anteriores, si se hablaba de la familia, ésta la componían seres inventados por la fantasía –como el sobrino de la luna, la hija del viento norte, o la prima del tiempo- los personajes que circulan en  Últimos poemas tienen  la gravitación de lo real”.
 
También comenta Hahn que lo que desata el canto “ya no es el legendario narcisismo de Huidobro, sino la preocupación por el destino de la humanidad” y que si bien  había dicho “La verdad artística empieza allí donde termina la verdad de la vida”, ahora piensa que el hombre debe construir los astros venideros “con la voz de la vida que te enciende las alas”.
           

“Traigo un Alma Lavada por el Fuego” 

Esta transformación se observa claramente en «El Paso del Retorno», donde Huidobro evalúa su trayectoria y confirma lo anterior cuando dice:
“Oh mis buenos amigos/ ¿Me habéis reconocido?/ He vivido una vida que no puede vivirse/ Pero tú, Poesía, no me has abandonado un solo instante/ Oh mis amigos aquí estoy/ Vosotros sabéis acaso lo que yo era/ Pero nadie sabe lo que soy/” (…)

Más adelante escribe acerca de sus experiencias:
(…) “Cuánta vida he vivido y cuánta muerte he muerto/ Ellos podrán también deciros/ Cuánta vida he muerto y cuánta muerte he vivido/” (…)
Y continúa:
Heme aquí ante vuestros limpios ojos
Heme aquí vestido de lejanías
Atrás quedaron los negros nubarrones
Los años de tinieblas en el antro olvidado
Traigo un alma lavada por el fuego
Vosotros me llamáis sin saber a quién llamáis
Traigo un cristal sin sombra un corazón que no decae
La imagen de la nada y un rostro que sonríe
Traigo un amor muy parecido al universo
La Poesía me despejó el camino
Ya no hay banalidades en mi vida
¿Quién guió mis pasos de modo tan certero? (…)

Reflexiones sobre el pasado y de no haber sabido apreciar lo recibido aparecen  las estrofas del poema «Madre»:

Éramos los elegidos del sol
Y no nos dimos cuenta
Fuimos los elegidos de la más alta estrella
Y no supimos responder a su regalo
Angustia de impotencia
El agua nos amaba
La tierra nos amaba
Las selvas eran nuestras
El éxtasis era nuestro espacio propio
(…)
Ahora somos una tristeza contagiosa
Una muerte antes de tiempo
(…)

Por último, leemos en los versos de «Monumento al Mar»:

De una ola a la otra hay el tiempo de la vida/
De sus olas a mis ojos hay la distancia de la muerte/

Una distancia que se fue acortando con el paso de los días en esas tierras de Cartagena, cuando rodeado de su pródiga naturaleza, el  2 de enero de 1948 –a los 55 años-, un derrame cerebral ponía  fin a la vida del poeta, considerado el padre de la primera vanguardia latinoamericana, quien en “La confesión inconfesable” contenida en Vientos Contrarios decía: “Desde mi niñez nunca he obrado en disconformidad con lo más íntimo de mi ser. Ante cada acción, ante cada gesto de mi vida siempre he mirado hacia adentro preguntando: ¿estás de acuerdo, corazón?”





martes, 11 de junio de 2013


El Drama del Sembrador Ruso



“Los que con llanto siembran en júbilo cosechan.                                                          
Van y andan llorando los que llevan y esparcen las semillas, pero vendrán tiempos alegres trayendo sus gravillas”.
(Salmos 126)
   
        Cuando Fior Dostoievski 1821-1881) señalaba:“todos venimos del capote de Gogol” no se refería a la protección que ofrecen los capotes, esos tapamugres habituales que derivan en falsas apariencias de status social, sino en la creación, tras la vivencia de una tragedia interna, de verdades esenciales al servicio de la vida. Vulnerable y expuesto a la intemperie, durante su prisión en la desolada Siberia, Dostoievski pudo haber descubierto la  fórmula para sobrevivir a esa dura experiencia: “Humíllate,  hombre orgulloso y antes que nada quiebra tu orgullo. Humíllate hombre ocioso y trabaja en el suelo natal (...) No se haya fuera de ti la verdad, sino en ti mismo: encuéntrate a ti mismo, domínate, hazte dueño de ti mismo, y se te revelará la verdad (...), comenzarás una obra grande, harás libres a otros, y se te revelará la felicidad”.

Ahora retrocedamos en el tiempo, a los comienzos de la saga del ruso moderno, encarnada en ese gran poeta ruso y también amigo de Nikolái Gogol, Alejandro S. Pushkin (1799-1837). En la primera página de su novela Eugenio Onieguin, éste es retratado como “indolente joven, acomodado, por designio de Zeus, en la silla de la posta; mientras corría envuelto en espesa nube de polvo, indolente joven que por cierto tenía que heredar de todos sus parientes”.  De fría inteligencia, es simpático, elocuente y cautiva a las mujeres con sus habilidades galantes; aterrado ante la posibilidad del fracaso, huye de sí mismo, esquivando la tarea de sacar el polvo de su mirada, mediante la extirpación de sus deseos y su eterno fastidio. Tan pronto se aburre y reniega de los placeres de los salones y de las doncellas de la alta sociedad, se encierra en su casa. Quiere escribir una obra seria, pero no pasa de ahí. Torturado por la vaciedad de su alma, se propone leer  y hacer suya la sabiduría ajena, pero se las arregla para sofocar ese impulso. ¡Cómo le pesa la vida a Eugenio! Entonces se dirige a una estupenda finca de su propiedad, herencia rural dejada por un tío. Cualquiera hubiera gozado trabajando esas tierras fértiles, sin embargo, el héroe de Pushkin, se sume en el tedio. Ahí conoce a la aun muy joven y tímida Tatiana, quien le revela en una carta su amor puro e inocente por él. Aunque ella remueve en su interior antiguos deseos dormidos, de inmediato los descarta. Y va más lejos aún. Entabla amistad con un joven poeta de tan sólo dieciocho años, Vladimir Lensky, la encarnación misma de todo lo que Eugenio no soporta moverse en él. De espíritu fogoso y abierto al amor, el muchacho se ha enamorado de Tatiana. Firme creyente en la perfección del mundo, tan  natural de quienes no han perdido ninguna batalla ni han sido dañados por la vida, su amor es inocente. Como a los fríos de espíritu, tal ardor, lejos de encender sus vidas, les parece un cáncer que roe las entrañas, Eugenio no sólo separa al joven enamorado de Tatiana, también extirpa su vida en un duelo. Más muerto que vivo, e incapaz, en su inmovilidad, de retroceder al pasado o de abrazar el futuro, vemos a Eugenio cargar la pesada cruz de las culpas.

Así pasa el tiempo, hasta que él y Tatiana se reencuentran. Convertida en la esposa de un hombre de prestigio, la tímida campesina de antaño, ahora brilla en la alta sociedad. Aunque, tristemente, se ha casado sin amor. Tan pronto Eugenio la ve, cae rendido a sus pies, no obstante ella opta por la fidelidad a su marido y le rechaza, dándole a entender que prefiere tomar lo bueno del pasado y sembrar su alma con el amor  “Por unos cuantos libros, por mi solitario jardín, por nuestra modesta casa de campo y, sobre todo, por aquellos lugares, Onieguin, en que nos encontramos por primera vez”. Pushkin representa así a la muchacha conectada en su corazón a la naturaleza, que ha sabido redefinirse y salir victoriosa de la agonía del amor imposible. Como ya aprendió a separar la paja del trigo, le ha sido revelada  aquella sabiduría esencial que es la madre de todas las cosas: la aceptación del destino. En ella han nacido dos amores: el amor por el amor, y otro más universal, el amor por la tierra natal. En contraste, escondido tras una cobardía paralizante y en la desdicha fácil y barata, tan propia de quien expía las culpas mediante un sufrir inútil, Eugenio deja pasar la oportunidad de trabajar en su yo, el único territorio que hace posible el fruto de la vida verdadera.     

Cuando Tatiana se despide para siempre de su amor de juventud, le dice: “Lloro, sí, más eso no importa...” (P.117)   Según André Neher, en su notable ensayo El fracaso en la perspectiva judía, los últimos versículos de Salmos 126 son una fenomenología muy completa del llanto y de la risa. Entonces, ¿qué es llorar?: llorar es sembrar. Y  ¿qué es reír? Reír es la cosecha palpable, la plenitud. El sembrador no sólo carga el peso de la semilla y trabaja duro de sol a sol en su terreno, actividad que transcurre sobre el sombrío trasfondo de lo incierto, sin garantías de nada, sólo con la esperanza de ver brotar el pan de los surcos de la tierra; una conciencia mayor de sí mismo y de la vida, fruto que de repente cae maduro, sin grandes esfuerzos y, a menudo, de forma inesperada, después de innumerables  experiencias. Sin embargo, ¿Qué es más importante, sembrar o cosechar? Claro está que sembrar; sin siembra no hay frutos de vida, ni gavillas de alegría. Así pues, llorar no importa, siendo lo esencial el que la siembra se lleve a cabo, acto arriesgado, aunque lleno de esperanza; lo único que en verdad está en nuestras manos, en tanto de los posibles frutos, eso nunca se sabe y es un quizás. 

Al momento en que alguien abre un texto literario, no sabe qué le empuja a completar su lectura, no obstante, la acción de leer está impregnada de deseos, entre ellos, las ansias de averiguar qué sucederá más adelante, y la posibilidad que tras la última página, sea posible unir los hechos diseminados a lo largo de la obra para formar un todo con un sentido provechoso para la vida. Comprender, para cualquier lector, suele ser un alivio y un goce, que no es agua que apague la llama, sino que la enciende. Ejercitar el ojo inteligente y sensible es siempre un desafío multiplicador del hambre por más. También, el deseo es el motor que guía el esfuerzo por contar una historia. Acaso sea el afán del escritor por comprender la vida y a sí mismo, o acaso sea el empecinamiento por contactarse e inocular en la psique de los demás alguna semilla que prenda en ella. Lo que, por cierto, iluminará al sembrador. Es así como, Dostoievski hace parte de su ser algo del alma profética y deseante de Gogol, transformándose en uno de los tantos espectros del semillero de fantasmas que recorren los barrios de la ciudad arrancando todo tipo de capotes protectores. La idea es hacer pensar al ruso que, por lo general, “no piensa en nada” y trabaja poco: “! Ah!, ¡Por fin te he cogido por el cuello!!Quiero tu capote! Así, pues, abrirá su mirada para que adquiera una clarividencia que jamás tuvo del sufrimiento humano. La idea es concebir una comunidad mágica y viva entre escritor y lector, capaz de crear un orden moral nuevo, con los ojos fijos en el pulso de la vida, en sus penurias y alegrías.   

También León Tolstoi (1828-1910), célebre escritor y filósofo ruso, se ocupa del Salmo 126. En su novela Anna Karenina, vemos a uno de sus personajes principales, Constantino Dmitrich Levin, un acaudalado agricultor ruso, participar en todas las labores de la siembra y cosecha del trigo en los campos nativos: “El trabajo había borrado todo mal recuerdo aquel día consagrado a una ruda labor, encontraba su recompensa en esa misma labor. Dios que había dado el día, también había dado la fuerza para pasarlo, y nadie pensaba en preguntarse: ¿para qué ese trabajo?, ni ¿quién gozará de sus frutos? Esas eran preguntas secundarias e insignificantes” (Pág. 200). Tras el impacto de la muerte de su hermano mayor, a Levin la vida se le antojaba más terrible y vacua que la muerte. No podía dejar de aclararse: “¿De dónde venía? ¿Qué significaba? ¿Para qué se nos había concedido? “Agobiado por estos pensamientos, leía y meditaba, pero el fin deseado parecía alejarse” (p. 476). De nada servían sus lecturas religiosas, teológicas, filosóficas ni sus convicciones científicas a la hora de entregarle un sentido a su existencia: “No puedo vivir sin saber lo que soy y con qué fin existo; y puesto que no puedo alcanzar este conocimiento, la vida es imposible”. Tan insoportable era su tormento que pensaba en el suicidio hasta que por fin decidió librarse de tanta conciencia, decidido a no saber de nada más. Más,  ¿cómo hacer para olvidar? ¿Adónde ir para no morir por completo? Consagrarse a la tierra e ir con sus ritmos naturales fue su remedio. Estar en el presente, ocuparse de los suyos y cumplir con los deberes del día a día, sin grandes ínfulas. Así “abría su surco en el suelo con la inexperiencia del arado”. En vez de cuestionar ciertas condiciones de la vida, las aceptaba, suponiéndolas tan indispensables como el alimento diario. Consideró “un deber indiscutible vivir como habían vivido sus antepasados y proseguir su obra para legarla a sus hijos, seguro de que, para lograr ese fin, la tierra debía abonarse, ararse y sembrarse bajo su vigilancia, sin que tuviese el derecho de descargarse de esta fatiga echándola sobre los campesinos, arrendándoles su propiedad”(p.477).

De hecho, Tolstoi representa el drama de la siembra del trigo en Rusia, fenómeno que se daba todos los años: “Era la época más ocupada del año, en la que se exige un esfuerzo de trabajo y de voluntad que no se parecía lo bastante, porque se reproduce periódicamente y sólo ofrece resultados muy sencillos. Segar, acarrear el trigo, guadañar, arar, trillar el grano, sembrar son trabajos que nadie admira, pero, para llegar a ejecutarlos en el breve espacio de tiempo que la naturaleza concede, precisa de todos; que grandes y pequeños, se pongan al trabajo” (p.478).

Al final del día de campo, “Levin dejó que los jornaleros se dispersasen, y apoyándose en una hermosa gavilla de trigo” sin poder anticiparlo, se encontraba a punto de recibir una revelación, una nueva conciencia de su existencia. Al preguntarle a Fedor, un sencillo labriego, sobre un rico campesino llamado Platón, éste le respondió:

-Todos los hombres no son iguales; hay unos que viven para su vientre como Mitiuck; otros viven para su alma, para Dios, como el viejo Platón.
-¿Qué es lo que quieres decir con eso de vivir para su alma, para Dios? –preguntó Levin casi a gritos.
-Es muy sencillo: vivir según Dios, según la verdad.

“Esas palabras del labriego encontraban eco en su corazón, y años de pensamiento confusos, pero que se comprendían que eran fecundos, se agitaban en él, saliendo de un rincón de su ser en donde habían estado largo tiempo comprimidos para deslumbrarle ahora con una claridad no vista antes”(p.479). Mágicas palabras del labriego que dieron  vida al corazón de Levi. Palabras, que para Bert Hellinger, destacado terapeuta en constelaciones familiares, deben tomarse como un gran regalo, y comerse en secreto, sin cuestionar su origen.   

Sembrar no es suprimir los deseos -lo que equivale a frenar la vida-  ni tampoco el entendimiento. Sembrar es el sufrido camino de la individualidad; es el resultado de la lucha incansable por armonizar las contradicciones entre las verdades de la razón y las de la intuición, mientras se arman verdades vitales, nacidas de tantas inquietudes. Tampoco la verdad es una inscripción en mármol inmutable, sino algo que debe transformarse con la vida. Como sea, Levin sale de su experiencia con una nueva conciencia de sí mismo, un sentimiento fresco de libertad interior  y con cierta aura ilusoria de beatitud, la que pronto se esfuma, al comprobar que en el fondo es el mismo de siempre, con los mismos defectos y virtudes. Asimismo comprueba que la verdad contiene en su esencia cierta tristeza: siempre le falta algo y la alegría no es completa. Es así como el sembrador solitario adquiere su duración en el tiempo, en cuanto su tarea es un movimiento inacabable que debe repetirse año a año. Con todo, trabajar sobre aquello que sostiene al hombre, su naturaleza y el origen de todo,  constituyó para Levin “el triunfo del día sobre las tinieblas”, un nuevo amanecer, tal como se ilustra en el siguiente relato:

Un hombre que ha pasado su vida siguiendo un modelo  hasta hacerse idéntico a él, al punto de pensar, hablar y sentir como él, siente un día que algo falta en su vida. Así emprende un camino, pasa por jardines antiguos cuyos frutos se pudren en el suelo pues no hay nadie que los quiera aprovechar, luego se adentra en un desierto y allí siente que le rodea un vacío desconocido. Camina siguiendo su impulso, y cuando ya hace tiempo que no se fía de sus sentidos, de repente ve un manantial brotar de la tierra para luego volver a ella. Y como tiene sed, toma de él.  A la mañana siguiente, sale del desierto y sigue un camino que le lleva de nuevo a los jardines abandonados, hasta acabar en uno que es el suyo. En la entrada le espera un hombre mayor que le dice: - Quien como tú, que de tan lejos halló el camino de vuelta y ama la tierra húmeda: Ya sabes que todo, si crece, también muere, y si acaba también nutre.
-Sí- respondió el hombre-, estoy de acuerdo con la Ley de la Tierra. Y entonces empieza a trabajarla tal como hacen los rusos con fe en la creación.             
                                                    
De tal forma que Anna Kareninna acaba con las siguientes reflexiones de Levin: “pero este sentimiento se ha insinuado en mi alma por el sufrimiento, y en lo sucesivo quedará firmemente arraigado, y cualquier nombre que trate de darle, siempre será la fe. (...) pero mi vida interior a reconquistado su libertad; ya no se hallará a merced de los acontecimientos, y cada minuto de mi existencia tendrá un sentido incontestable y profundo que podrá imprimir a cada una de mis acciones: el sentido del bien” (491). 










León Tolstoi trabajando bajo un árbol y 

jueves, 11 de abril de 2013

Altazor

Imaginar Altazor en términos de Huidobro.


Imaginemos que muy temprano en su vida, este hombre de presencia siempre impecable, cuyos ojos oscuros nos miran en sus fotografías,  tan abiertos y vigilantes como los de un adolescente, hubiera sido consciente de su esencia de estrella o de cometa de paso destinado a proyectar su luz a través del universo.
“Tenía yo un profundo mirar de pichón, de túnel y de automóvil sentimental. Lanzaba suspiros de acróbata”.
Y, enseguida ¿Qué entendemos por esencia de estrella? Esencia de visionario.
“Lo veo todo, tengo mi cerebro forjado en lenguas de profeta”.
Como estrella portadora de un mensaje, ha viajado largo trecho a través del universo hasta la tierra. Pronto  entiende que debe hacerse lo más visible posible y estar en primer plano. Así podrá cumplir la tarea ineludible de difundir su visión. Ya sabe que debe mantenerse atento y disciplinado en su orientación; sabe que jugar y viajar, sin un sentido restringido, sin necesidad de apegarse a un punto de vista, son las vías de acceso a su esencia espiritual. Quiere explorarlo todo, como un niño vaga por las estrellas o en un jardín de rosas, esperando ser sorprendido por miles de descubrimientos.

 Altazor es un poderoso viaje de manifestación creativa, un viaje espiritual de hombre estrella, de hombre pájaro, de aeronauta, de aviador guiado por su inspiración y energizado por el poder de su individualidad. La preocupación del poeta es ser, en cuanto reconoce su esencia divina y el llamado a armar un escenario y un lenguaje nuevo. En general, se entiende por evolución espiritual un recorrido de elevación, sin embargo, Huidobro, lo concibe como un camino cuesta abajo. Desciende, entonces, para encontrarse a sí mismo.
 “Adentro de ti mismo, fuera de ti mismo, caerás del zenit al nadir porque ese es tu destino, tu miserable destino. Y mientras más alto caigas, más alto será el rebote, más larga tu duración en la memoria de la piedra”.
En principio, luego de la ruptura de las ilusiones, del “diamante de tus sueños en un mar de estupor,  expresa la sensación dolorosa de estar perdido y “solo en medio del universo”.
"¿Por qué un día sentiste el terror de ser?"
En seguida, reconoce su esencia de estrella e intuye su tarea ineludible:
“La cola de un cometa me azota el rostro y pasa relleno de eternidad” Buscando infatigable un lago quieto en donde refrescar su tarea ineludible”.
Comprende que nada saca con alzarse, que debe soltarse y confiar en el proceso creativo y emocional:
“Déjate  caer sin parar tu caída sin miedo al fondo de la sombra”.
El poeta acepta soltar todo, quemar todo: “Todo se acabó”. Desde aquí, se deja llevar por un movimiento de duelo, de agonía, de caída:
“Cae la noche buscando su corazón en el océano”.
En la oscuridad es necesario sumergirse en los movimientos emocionales del alma o del océano, entregarse a la caída, en cuanto caer es soltar. Asimismo Altazor se presenta: soy …“el doble de mí mismo”, el otro que observa, el otro que es consciencia,  esencia “que cayó de las alturas de su estrella”, "ansias que empuja”. Igualmente, emergen profundos sentimientos de soledad. Aunque muy vulnerable, la fe le anima en su caída. Caen sus ilusiones, su confianza en las verdades de la mente:

 “Sigamos cultivando las tierras veraces en el pecho": para él, lo creado por la mente no es más que mitos entre alucinaciones, trampas del espíritu, pues sólo lo que se siente es real y verdadero. Y acepta lo inevitable: vivir en las tinieblas, el rodar entre mares alados y auroras estancadas.

Continua el poeta en su caída: suelta oscuros sentimientos y emociones, cae a través de “los espacios y tiempos” , caen los barrotes de la evasión posible, caen las trampas, caen los conceptos internos, cae la memoria, caen las ganas de desafiar al destino, cae todo concepto de yo soy, caen las últimas creencias, caen las palabras: Mientras tanto, toda esta caída moviliza en él profundas angustias de separación, la sensación de caos y desintegración, de despedazarse por dentro. Palpa lo efímero que es todo. No obstante, comprende que debe llegar al fondo, a lo más profundo de sí mismo.

Al tiempo que acepta el mandato de ser poeta, de sacar para afuera las semillas, aquello que lleva adentro y que debe hacer florecer con paciencia, también descubre el modo de combatir la muerte o la nada:
“la palabra electrizada  de sangre y corazón/ “”Es el gran paracaídas y el pararrayos de Dios”.
Altazor transcurre en medio de una atmósfera doliente, como si hubiera en el poeta una herida que no para de sangrar y que debe sanar a través de la creación. Para ello, es necesario soltar lo conocido, movilizar la capacidad de hacer duelos, de morir o de soltar; pasar por el proceso de liberación de ataduras.

En el Canto II, expresión de gran belleza de amor a la esposa o a la amante, y, en último término, a la madre, el poeta ha llegado al punto donde más ama, “a la profundidad de toda cosa”, al regazo materno. Ahí se siente contenido e integrado. Sereno. Alimentado. Ha recuperado la capacidad de soñar, no obstante se encuentra en un estado sumamente abierto y, por lo tanto, vulnerable dentro del proceso, el que debe acompañarse de la presencia de la madre interna amorosa. Ella alivia las tribulaciones, y su amor hace que no importen tanto.