martes, 31 de agosto de 2010

Primero, leí la novela La Elegancia del Erizo de Muriel Barbery, luego, me encantó ver la película. Pero ¿Por qué cautiva tanto esta novela?


Además de ser entretenida y estar bien hecha es una estupenda sátira de nuestros tiempos, escrita con ternura y bellos, pero antiguos pensamientos, como si su autora quisiera hacernos recordar aquello que siempre olvidamos. Incluso, según revela la fotografía de Muriel, ella da la impresión de ser alguien amorosa y sensible. Como sea, por sus páginas circulan numerosos seres humanos infantiles y auto-absortos, en el fondo solitarios y ciegos a la vida, protegidos y, al mismo tiempo, limitados en sus propias esferas. Igual que los peces que dan vueltas y vueltas en su pecera, y aunque viven con la ilusión de ir hacia algún lugar y que avanzan, en realidad no marchan a ningún lado. En cierta forma, los personajes del libro evocan a los de Woody Allen, gente adinerada que deambula inquieta por grandes ciudades, confundiendo lo poco importante y lo absurdo con lo importante. Aunque aspiran a una vida mejor, más vital o valiosa, no es menos cierto que se han perdido en sus propias obsesiones y, como se han acomodado en un estupendo decorado, confunden la felicidad con comodidades, haciéndoseles difícil concebir una vida mejor. Asimismo su autora enseña que cuando nos aferramos a la filosofía y nos preguntamos por el sentido de nuestras vidas, es porque estamos medios vivos y medios muertos. De hecho, alguien que simplemente vive con mayúsculas, fluye confiado con la vida, lleno de emociones propias, y no anda cabeceándose con cuestiones filosóficas prestadas y no nacidas de una experiencia emocional auténtica. Ya desgastada la magia de las religiones e ideologías occidentales por tantas racionalizaciones, la autora apunta al lejano oriente. Quizá allí se encuentre la sabiduría capaz de dar vitalidad a los desabridos días occidentales y, es así como, imaginativamente, se las arregla para hacer del japonés, un hombre amable y culto, refinado y sin egoísmos, un ser ideal, experto en lo más importante: el alma. Como un faro en el firmamento hace su aparición en el oscuro universo del edificio, inaugurando la auténtica experiencia de amor ideal y de lo creativo. Su perturbadora influencia transforma la vida de las protagonistas, Reneé y Paloma, quienes al vivir en su amistad una experiencia amorosa de verdad, donde son reconocidas y aceptadas con su propia individualidad, despiertan por arte de magia a su sensibilidad, saliendo del nihilismo más absoluto y de sus ganas de morir. Esa es la humorada más risible de todas, la que convierte a esta novela en comedia humana que desmitifica todo. El caso es que aquel romance es un “castillo de fuegos artificiales”, un último intento de Reneé por resucitar su alma desolada, sin contar que ella misma intuye que nada es lo que parece. Al caer en cuenta que pese a saber mucho, sabe muy poco de la vida, siéndole tremendamente difícil hacerse presente en ella, va tras la parte loca, caótica y confundida, atentando contra un final sentimental de película por su propio descuido. Afortunadamente, Paloma de doce años es sólo una niña ignorante y eso la salva, pues aunque el amor siempre es bienvenido, no se debe olvidar que a veces una vida y hasta los cuentos de amor suelen ser invenciones para proteger un corazón roto. De manera que una mujer mayor, para poder aprender a vivir de nuevo, debe antes comprender sola sus problemas y ver qué ha sido de su vida, cómo es que llegó a ser quien es, comenzando por rescatar recuerdos hasta llegar al desagrado de encontrarse con lo que ella jura no ser. Todo ello significa trabajar arduamente en sí misma, mientras construye una consciencia adaptada a lo incierto de la vida emocional. En fin, nada parecido a la fábula romántica del novelesco japonés que despierta con un beso de amor a la bella durmiente, bastando que la heroína ponga su cabeza en su pecho masculino y ¡Santo Remedio! ¡Todo se ordena y la felicidad regresa para siempre. Es así como, Muriel Barbery, se ríe y nos hace reír, forzándonos a mirar con simpatía la propia ceguera e inclinación al facilismo, nuestros sueños superficiales y la escasa presencia que tenemos en la vida. No obstante ese destino insignificante y desesperado, en cada uno de nosotros hay más belleza y ternura de la que creemos, de hecho, permite escribir un buen libro como éste.