El Drama del Sembrador Ruso
“Los que con llanto siembran en júbilo cosechan.
Van y andan
llorando los que llevan y esparcen las semillas, pero vendrán tiempos alegres
trayendo sus gravillas”.
(Salmos 126)
Cuando Fior Dostoievski 1821-1881) señalaba:“todos venimos del capote de Gogol” no se refería a la protección
que ofrecen los capotes, esos tapamugres habituales que derivan en falsas apariencias de status social, sino en la creación, tras
la vivencia de una tragedia interna, de verdades esenciales al servicio de la vida. Vulnerable y expuesto a la intemperie, durante su
prisión en la desolada Siberia, Dostoievski pudo haber descubierto la fórmula para sobrevivir a esa dura
experiencia: “Humíllate, hombre
orgulloso y antes que nada quiebra tu orgullo. Humíllate hombre ocioso y trabaja
en el suelo natal (...) No se haya fuera de ti la verdad, sino en ti mismo:
encuéntrate a ti mismo, domínate, hazte dueño de ti mismo, y se te revelará la
verdad (...), comenzarás una obra grande, harás libres a otros, y se te
revelará la felicidad”.
Ahora retrocedamos en el tiempo, a los comienzos de la saga del ruso moderno, encarnada en ese gran poeta ruso y
también amigo de Nikolái Gogol, Alejandro S. Pushkin (1799-1837). En la primera
página de su novela Eugenio Onieguin, éste es retratado como “indolente
joven, acomodado, por designio de Zeus, en la silla de la posta; mientras
corría envuelto en espesa nube de polvo, indolente joven que por cierto tenía
que heredar de todos sus parientes”. De
fría inteligencia, es simpático, elocuente y cautiva a las mujeres con sus
habilidades galantes; aterrado ante la posibilidad del fracaso, huye de sí
mismo, esquivando la tarea de sacar el polvo de su mirada, mediante la
extirpación de sus deseos y su eterno fastidio. Tan pronto se aburre y reniega
de los placeres de los salones y de las doncellas de la alta
sociedad, se encierra en su casa. Quiere escribir una obra seria, pero no pasa
de ahí. Torturado por la vaciedad de su alma, se propone leer y hacer suya la sabiduría ajena, pero se las
arregla para sofocar ese impulso. ¡Cómo le pesa la vida a Eugenio! Entonces se
dirige a una estupenda finca de su propiedad, herencia rural dejada por un tío.
Cualquiera hubiera gozado trabajando esas tierras fértiles, sin embargo, el
héroe de Pushkin, se sume en el tedio. Ahí conoce a la aun muy joven y tímida
Tatiana, quien le revela en una carta su amor puro e inocente por él. Aunque
ella remueve en su interior antiguos deseos dormidos, de inmediato los descarta.
Y va más lejos aún. Entabla amistad con un joven poeta de tan sólo dieciocho
años, Vladimir Lensky, la encarnación misma de todo lo que Eugenio no soporta
moverse en él. De espíritu fogoso y abierto al amor, el muchacho se ha
enamorado de Tatiana. Firme creyente en la perfección del mundo, tan natural de quienes no han perdido ninguna
batalla ni han sido dañados por la vida, su amor es inocente. Como a los fríos
de espíritu, tal ardor, lejos de encender sus vidas, les parece un cáncer que
roe las entrañas, Eugenio no sólo separa al joven enamorado de Tatiana, también
extirpa su vida en un duelo. Más muerto que vivo, e incapaz, en su inmovilidad,
de retroceder al pasado o de abrazar el futuro, vemos a Eugenio cargar la
pesada cruz de las culpas.
Así pasa el
tiempo, hasta que él y Tatiana se reencuentran. Convertida en la esposa de un
hombre de prestigio, la tímida campesina de antaño, ahora brilla en la alta sociedad. Aunque, tristemente, se ha casado sin amor.
Tan pronto Eugenio la ve, cae rendido a sus pies, no obstante ella opta por la
fidelidad a su marido y le rechaza, dándole a entender que prefiere tomar lo
bueno del pasado y sembrar su alma con el amor
“Por unos cuantos libros, por mi solitario jardín, por nuestra modesta
casa de campo y, sobre todo, por aquellos lugares, Onieguin, en que nos
encontramos por primera vez”. Pushkin representa así a la muchacha conectada en
su corazón a la naturaleza, que ha sabido redefinirse y salir victoriosa de la agonía
del amor imposible. Como ya aprendió a separar la paja del trigo, le ha sido
revelada aquella sabiduría esencial que es
la madre de todas las cosas: la aceptación del destino. En ella han nacido dos
amores: el amor por el amor, y otro más universal, el amor por la tierra natal.
En contraste, escondido tras una cobardía paralizante y en la desdicha fácil y
barata, tan propia de quien expía las culpas mediante un sufrir inútil, Eugenio
deja pasar la oportunidad de trabajar en su yo, el único territorio que hace
posible el fruto de la vida verdadera.
Cuando Tatiana se
despide para siempre de su amor de juventud, le dice: “Lloro, sí, más
eso no importa...” (P.117) Según André
Neher, en su notable ensayo El fracaso en la perspectiva judía, los
últimos versículos de Salmos 126 son una fenomenología muy completa del llanto
y de la risa. Entonces, ¿qué es llorar?: llorar es sembrar. Y ¿qué es reír? Reír es la cosecha palpable, la
plenitud. El sembrador no sólo carga el peso de la semilla y trabaja duro de
sol a sol en su terreno, actividad que transcurre sobre el sombrío trasfondo de
lo incierto, sin garantías de nada, sólo con la esperanza de ver brotar el
pan de los surcos de la tierra; una conciencia mayor de sí mismo y de la vida,
fruto que de repente cae maduro, sin grandes esfuerzos y, a menudo, de forma
inesperada, después de innumerables
experiencias. Sin embargo, ¿Qué es más importante, sembrar o cosechar?
Claro está que sembrar; sin siembra no hay frutos de vida, ni gavillas de
alegría. Así pues, llorar no importa, siendo lo esencial el que la siembra se
lleve a cabo, acto arriesgado, aunque lleno de esperanza; lo único que en verdad
está en nuestras manos, en tanto de los posibles frutos, eso nunca se sabe y es
un quizás.
Al momento en que alguien abre un texto
literario, no sabe qué le empuja a completar su lectura, no obstante, la acción
de leer está impregnada de deseos, entre ellos, las ansias de averiguar qué
sucederá más adelante, y la posibilidad que tras la última página, sea posible
unir los hechos diseminados a lo largo de la obra para formar un todo con un
sentido provechoso para la vida. Comprender, para cualquier lector, suele ser
un alivio y un goce, que no es agua que apague la llama, sino que la enciende. Ejercitar
el ojo inteligente y sensible es siempre un desafío multiplicador del hambre
por más. También, el deseo es el motor que guía el esfuerzo por contar una
historia. Acaso sea el afán del escritor por comprender la vida y a sí mismo, o
acaso sea el empecinamiento por contactarse e inocular en la psique de los
demás alguna semilla que prenda en ella. Lo que, por cierto, iluminará al
sembrador. Es así como, Dostoievski hace parte de su ser algo del alma
profética y deseante de Gogol, transformándose en uno de los tantos espectros
del semillero de fantasmas que recorren los barrios de la ciudad arrancando
todo tipo de capotes protectores. La idea es hacer pensar al ruso que, por lo
general, “no piensa en nada” y trabaja poco: “! Ah!, ¡Por fin te he cogido por
el cuello!!Quiero tu capote! Así, pues, abrirá su mirada para que adquiera una
clarividencia que jamás tuvo del sufrimiento humano. La idea es concebir una
comunidad mágica y viva entre escritor y lector, capaz de crear un orden moral
nuevo, con los ojos fijos en el pulso de la vida, en sus penurias y
alegrías.
También León
Tolstoi (1828-1910), célebre escritor y filósofo ruso, se ocupa del Salmo 126.
En su novela Anna Karenina, vemos a uno de sus personajes principales,
Constantino Dmitrich Levin, un acaudalado agricultor ruso, participar en todas
las labores de la siembra y cosecha del trigo en los campos nativos: “El
trabajo había borrado todo mal recuerdo aquel día consagrado a una ruda labor,
encontraba su recompensa en esa misma labor. Dios que había dado el día,
también había dado la fuerza para pasarlo, y nadie pensaba en preguntarse:
¿para qué ese trabajo?, ni ¿quién gozará de sus frutos? Esas eran preguntas
secundarias e insignificantes” (Pág. 200). Tras el impacto de la muerte de su
hermano mayor, a Levin la vida se le antojaba más terrible y vacua que la
muerte. No podía dejar de aclararse: “¿De dónde venía? ¿Qué significaba? ¿Para
qué se nos había concedido? “Agobiado por estos pensamientos, leía y meditaba,
pero el fin deseado parecía alejarse” (p. 476). De nada servían sus lecturas
religiosas, teológicas, filosóficas ni sus convicciones científicas a la hora
de entregarle un sentido a su existencia: “No puedo vivir sin saber lo que soy
y con qué fin existo; y puesto que no puedo alcanzar este conocimiento, la vida
es imposible”. Tan insoportable era su tormento que pensaba en el suicidio
hasta que por fin decidió librarse de tanta conciencia, decidido a no saber de
nada más. Más, ¿cómo hacer para olvidar?
¿Adónde ir para no morir por completo? Consagrarse a la tierra e ir con sus ritmos
naturales fue su remedio. Estar en el presente, ocuparse de los suyos y cumplir
con los deberes del día a día, sin grandes ínfulas. Así “abría su surco en el
suelo con la inexperiencia del arado”. En vez de cuestionar ciertas condiciones
de la vida, las aceptaba, suponiéndolas tan indispensables como el alimento
diario. Consideró “un deber indiscutible vivir como habían vivido sus
antepasados y proseguir su obra para legarla a sus hijos, seguro de que, para
lograr ese fin, la tierra debía abonarse, ararse y sembrarse bajo su
vigilancia, sin que tuviese el derecho de descargarse de esta fatiga echándola
sobre los campesinos, arrendándoles su propiedad”(p.477).
De hecho, Tolstoi
representa el drama de la siembra del trigo en Rusia, fenómeno que se daba
todos los años: “Era la época más ocupada del año, en la que se exige un
esfuerzo de trabajo y de voluntad que no se parecía lo bastante, porque se
reproduce periódicamente y sólo ofrece resultados muy sencillos. Segar,
acarrear el trigo, guadañar, arar, trillar el grano, sembrar son trabajos que
nadie admira, pero, para llegar a ejecutarlos en el breve espacio de tiempo que
la naturaleza concede, precisa de todos; que grandes y pequeños, se pongan al
trabajo” (p.478).
Al final del día de
campo, “Levin dejó que los jornaleros se dispersasen, y apoyándose en una
hermosa gavilla de trigo” sin poder anticiparlo, se encontraba a punto de
recibir una revelación, una nueva conciencia de su existencia. Al preguntarle a
Fedor, un sencillo labriego, sobre un rico campesino llamado Platón, éste le respondió:
-Todos
los hombres no son iguales; hay unos que viven para su vientre como Mitiuck;
otros viven para su alma, para Dios, como el viejo Platón.
-¿Qué
es lo que quieres decir con eso de vivir para su alma, para Dios? –preguntó
Levin casi a gritos.
-Es
muy sencillo: vivir según Dios, según la verdad.
“Esas palabras del
labriego encontraban eco en su corazón, y años de pensamiento confusos, pero
que se comprendían que eran fecundos, se agitaban en él, saliendo de un rincón
de su ser en donde habían estado largo tiempo comprimidos para deslumbrarle
ahora con una claridad no vista antes”(p.479). Mágicas palabras del labriego que
dieron vida al corazón de Levi. Palabras,
que para Bert Hellinger, destacado terapeuta en constelaciones familiares,
deben tomarse como un gran regalo, y comerse en secreto, sin cuestionar su
origen.
Sembrar no es
suprimir los deseos -lo que equivale a frenar la vida- ni tampoco el entendimiento. Sembrar es el sufrido
camino de la individualidad; es el resultado de la lucha incansable por
armonizar las contradicciones entre las verdades de la razón y las de la intuición,
mientras se arman verdades vitales, nacidas de tantas inquietudes. Tampoco la
verdad es una inscripción en mármol inmutable, sino algo que debe transformarse
con la vida. Como sea, Levin sale de su experiencia con una nueva conciencia de
sí mismo, un sentimiento fresco de libertad interior y con cierta aura ilusoria de beatitud, la que
pronto se esfuma, al comprobar que en el fondo es el mismo de siempre, con los
mismos defectos y virtudes. Asimismo comprueba que la verdad contiene en su
esencia cierta tristeza: siempre le falta algo y la alegría no es completa. Es
así como el sembrador solitario adquiere su duración en el tiempo, en cuanto su
tarea es un movimiento inacabable que debe repetirse año a año. Con todo,
trabajar sobre aquello que sostiene al hombre, su naturaleza y el origen de
todo, constituyó para Levin “el triunfo
del día sobre las tinieblas”, un nuevo amanecer, tal como se ilustra en el
siguiente relato:
Un hombre que ha pasado su vida siguiendo
un modelo hasta hacerse idéntico a él,
al punto de pensar, hablar y sentir como él, siente un día que algo falta en su
vida. Así emprende un camino, pasa por jardines antiguos cuyos frutos se pudren
en el suelo pues no hay nadie que los quiera aprovechar, luego se adentra en un
desierto y allí siente que le rodea un vacío desconocido. Camina siguiendo su
impulso, y cuando ya hace tiempo que no se fía de sus sentidos, de repente ve
un manantial brotar de la tierra para luego volver a ella. Y como tiene sed,
toma de él. A la mañana siguiente, sale
del desierto y sigue un camino que le lleva de nuevo a los jardines
abandonados, hasta acabar en uno que es el suyo. En la entrada le espera un
hombre mayor que le dice: - Quien como tú, que de tan lejos halló el camino de
vuelta y ama la tierra húmeda: Ya sabes que todo, si crece, también muere, y si
acaba también nutre.
-Sí- respondió el hombre-, estoy de acuerdo
con la Ley de la Tierra. Y entonces
empieza a trabajarla tal como hacen los rusos con fe en la creación.
De tal forma que
Anna Kareninna acaba con las siguientes reflexiones de Levin: “pero este
sentimiento se ha insinuado en mi alma por el sufrimiento, y en lo sucesivo
quedará firmemente arraigado, y cualquier nombre que trate de darle, siempre
será la fe. (...) pero mi vida interior a reconquistado su libertad; ya no se
hallará a merced de los acontecimientos, y cada minuto de mi existencia tendrá
un sentido incontestable y profundo que podrá imprimir a cada una de mis
acciones: el sentido del bien” (491).